En
2007, el “Washington Post” realizó un experimento en una céntrica estación de
metro, a la hora punta de una mañana de enero. Durante 43 minutos y de manera
anónima, el virtuoso violinista Joshua Bell, uno de los mejores del mundo,
estuvo interpretando seis de las piezas clásicas más complejas escritas para
violín, utilizando para ello un Stradivarius de 1713, valorado en 3,5 millones
de dólares.
1097
personas pasaron por delante, camino del trabajo, pero sólo siete se detuvieron,
y otras veinte le echaron dinero sin pararse, recaudando un total de 32,17
dólares. Nadie aplaudió, no se formaron corrillos alrededor del músico, y tan
sólo una persona se detuvo seis minutos para escucharlo.
Este
hecho nos muestra de manera contundente, cómo en muchos contextos, tenemos un
comportamiento automático que nos absorbe, que nos ciega y que nos impide
apreciar y disfrutar de lo que nos rodea. Estamos inmersos en ritmos de vida
que a veces son frenéticos y están llenos de estrés y prisas, de ruido y
bullicio, o de superficialidad e intrascendencia. Lo que nos hace alejar la
atención y el interés, de cuestiones como la belleza, los sentimientos o de muchos de los valores que nos elevan como seres humanos.
Quizá
nos tendríamos que preguntar con más frecuencia, sobre la cantidad de cosas que
son realmente importantes y extraordinarias, y que sin darnos cuenta nos
estamos perdiendo diariamente, porque tras la rutina y lo cotidiano, no somos capaces de reconocerlas ni darle el verdadero valor
que tienen.
Texto: Manolo Torres
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